jueves, 12 de febrero de 2009

Objetos del silencio, por Thomas Rothe


Un sueño entre siestas

Objetos del silencio, secretos de infancia, Eugenia Prado Bassi.
Cuarto Propio, 2007, 166 páginas

Antes de comenzar a leer Objetos del silencio tocaba el libro un buen rato, midiendo el peso y contemplando la portada donde aparece la boca rojiza de una muñeca con rubor en las mejillas. Tan delicada parece esa boca, mitad abierta, como si estuviera a punto de hablar. La boca, símbolo sexuado del cuerpo, fuente de besos, chupetazos, mordiscos y lamidos, es también donde emitimos palabras, siendo por sí, una marca de diferencia entre los que pueden usar sus bocas y los que no. Los que sus palabras significan algo y los cuyas palabras se ignoran. Puedo pensar en varios ejemplos de esa relación desigual, como las palabras de los pobres comparadas con las de los ricos o la clase política. También el trato de las sociedades donde una etnia se posiciona en un nivel superior a otra, como el sistema ya extinto de apartheid en Sudáfrica. Y en el terreno de la adultez, las palabras de los niños que generalmente no valen nada.

Pensé en esto mientras miraba esa boca frágil en la portada. Debo confesar que ya sabía que el libro se trata de la sexualidad infantil y entonces recorrí la memoria en búsqueda de algún recuerdo sexual de mi infancia. Vergonzosos que sean, encontré algunos y recordé varias fantasías precoces. Nada me marcó de una manera perturbada ni que creo que sean casos muy especiales. Me pregunté si alguna vez los había compartido con alguien y si los iba a contar en este ejercicio. Opté por no hacerlo pero sí quiero compartir un sueño que tuve la noche que empecé a leer Objetos del silencio.

Me encontré en una biblioteca acuática, es decir una biblioteca sumergida en agua, y flotaba entre las estanterías donde hallé una novela escrita por Jorge Arrate—no sé por qué apareció pero no tiene ninguna importancia para lo que creo ha sido el significado del sueño. Al abrir el libro, las páginas no tenían nada escrito sino mostraban imágenes de un grupo de criaturas raras, diría de otro mundo, envueltas en actos sexuales. Me di cuenta que estuve viendo una orgía extraterrestre (sé que suena raro pero juro que esto creí). Mi capacidad de distinguir entre masculino y femenino se absolvió y hasta sus intercambios sexuales me resultaban peculiares. Por ejemplo, uno de ellos tenía la forma de algo parecido al perfil de un elefante con el cuerpo lleno de lunares gigantescos y un par de manos humanas le echaba agua encima, un gesto que le producía grandes cantidades de placer erótico. Aún consciente de que estuve viendo todo esto a través del libro, metí mi mano en la página y por curiosidad, supongo, toqué el miembro sexual de uno de los participantes, lo cual prefiero no describir en este momento. Se movió abruptamente, momento en que retiré la mano con miedo y me desperté.

Aparte de ser un sueño con aderezos eróticos, creo que la importancia tiene que ver más con el puro hecho de que la lectura de Objetos del silencio me provocó un sueño, un trastorno. El libro se infiltró en mi subconsciente. Me aterrorizó, hasta en momentos cuando no lo leía, produciendo una lectura inescapable y real. Porque a diferencia de mi sueño, el “tema” de la sexualidad infantil, una esfera que resulta ser altamente incómoda para muchos adultos, es demasiado real y se mantiene en las tinieblas de discusión en nuestra sociedad. No se habla de esto porque implica hablar de actos fuera de lo normal, actos precoces que en muchos casos pueden dañar psicológica y físicamente a los involucrados. Pero es aún más dañino negar conversarlo, negar que existe, guardarlo en silencio y nutrir la complicidad y el miedo.

Objetos del silencio rompe la convencionalidad con su temática y estética. La trama se desarrolla de manera fragmentaria y a primera vista puede parecer una colección de relatos. Sin embargo, abordando una variedad de géneros que transitan entre testimonio, cartas, narraciones en tercera persona, documentos de investigación y prosa poética, emerge la historia de una familia aristocrática donde los dos hijos, de una separación de dos años, se engranan en encuentros sexuales, a ratos violentos, pero siempre con la voluntad y el deseo pulsante de ambos. Con esta apuesta estética Eugenia Prado abre un espacio donde la experiencia de ingerir una novela vuelve a ser un nuevo ejercicio de reflexión, planteando enunciados políticos de la sexualidad infantil y adulta a la vez.

Volviendo a la temática, el libro cuestiona lo que es normal y anormal en relación a la sexualidad. Uno de los relatos que hace el más fuerte eco a esta duda es la historia de Carmen, quien desde chica juega íntimamente con el perro de los vecinos y termina enamorándose de él después de varios encuentros sexualmente excitantes. Carmen confiesa que en su adultez sigue teniendo cierta atracción por los perros, se siente ridícula, avergonzada y nunca lo ha contado a nadie. Puede ser considerado como un fetiche anormal sentirse atraída por los perros pero creo que el desarrollo de tal atracción es lo más importante de este relato. Lo primero que se me vino a la mente al leer esto fue asombro. Pero pensé también en lo que es sexualmente permitido por la sociedad y los deseos sexuales socialmente impuestos y permitidos. La pregunta no es, entonces, por qué vende el sexo, pues creo que es bastante obvio. Más vale reflexionar sobre qué tipo de sexo vende. Basta ver la portada diaria de La Cuarta o muchas teleseries nocturnas para ser testigo de las prácticas cotidianas en que se nos vende o impone un cierto gusto sexual, completamente homogéneo, dirigido a los hombres heterosexuales; las tetas grandes, caderas voluptuosas y el pelo largo atraen. A lo que voy es que el mercado no solamente vende sexo sino que instala gustos sexuales. Y si uno varia de esta “norma” es más probable que sea condenado al ostracismo. En este sentido, la apuesta arriesgada de Eugenia Prado en esta obra cuestiona el desarrollo de la sexualidad en sí pero también cuestiona las prácticas mercantiles.

Se me hace difícil leer esta obra sin pensar en las diferencias entre clases, una idea que atraviesa las páginas desde las distintas voces en los primeros relatos hasta las confesiones de la madre acerca del final. El cuarto capítulo, que se titula “Epílogo”, es una carta de la madre al hermano menor, su cómplice más íntimo para armar una atmósfera familiar perturbadora. Escribe en segunda persona, lo que simula la experiencia de estar escribiendo a nosotros, los lectores, por lo cual me sentí partícipe de su juego. Asimismo, este juego de incesto es su manera de mantener la estructura de su familia, de encerrarla y en su punto de vista protegerla. “Empeñada en que mis hijos no se mezclen con los nuevos ricos, esos arribistas tan vulgares y adinerados, los aíslo a cualquier precio”, escribe ella. No es que Prado defienda esta postura. Al contrario, la enuncia como una tención clasista vigente que se ignora en el Chile actual y entra en lo que podría ser la más profunda de las tramas perversas de la aristocracia: enclaustrase para mantener el círculo de poder cerrado, para no contaminar.

Ignorar las tenciones entre clases, igual que callar cualquier diálogo sobre diferencias sexuales, ayuda a conservar el orden de una sociedad opresiva. Son dos negaciones que fomentan al silencio y los secretos. Se apoya esta idea al cerrar el tercer capítulo diciendo, “En las fincas se duerme por las tardes”. La insinuación es que los dos hermanos protagonistas aprovechan los momentos en que nadie los puede descubrir. Pero la finca también parece ser una metáfora de la sociedad que ignora la existencia de una sexualidad infantil y todo lo que implica, desde las prácticas saludables en el desarrollo sexual hasta los abusos.

Traumatizantes

Como mencioné al principio, no puedo recordar ninguna experiencia sexual infantil o precoz que me haya sido traumática; para ser honesto no es algo de que dedico mucha contemplación. En Objetos del silencio, sí aparecen relatos traumatizantes, algunos que no pude creer. Eugenia Prado logra despertar recuerdos, logra relatar instancias que me resultan cercanas pero vergonzosas y otras que son completamente nuevas. Instala una apuesta política contra esa condena de silencio, ese territorio donde la palabra es extranjera, los diálogos son deportados y los secretos encuentran la patria. Secretos que dañan. Este libro, con su escritura de empujes y vibraciones, es para confesar y para unir el abismo del silencio.


Thomas Rothe, octubre de 2009

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