sábado, 7 de octubre de 2017



Jesús Andrés Madrigal Salvatierra, el hermano mayor
Acerca de lo que le sucedió al hermano mayor, al enterarse que los juegos practicados en complicidad con su hermano están y estarán prohibidos. Y de cuando aún sabiéndolo, se entrega al estrecho vínculo y de cómo alborotados corren y se esconden en los rincones de la enorme casona, incitados siempre por el menor. Y de por qué, víctima y cómplice, sucumbe entre las lágrimas, henchido de culpas y de pesares.
Vivíamos una infancia cercada entre muros de habitaciones enormes. Nuestra casa era una fortaleza sellada para el mundo.
Despierto. Corro a encerrarme en el baño. Me quito el pijama. Mis manos son otras. Húmedas se deslizan por el pecho, los brazos y bajan muy cerca del ombligo. Mi sexo palpita, reacciona, algo crece. En ese momento, como si entendiera lo que me pasa, entra mi hermano menor y sonríe. No alcanzo a cubrirme, tampoco quiero hacerlo. Todo está revuelto. Mi corazón se agita, puedo sentir las pulsaciones en los oídos a punto de estallar. Pienso en mi madre. Pienso en gritar y obligarlo a salir. Me aterran las consecuencias, si nos descubren. Quieto, me quedo muy quieto cuando mi hermano se quita toda la ropa. Su cuerpo es tan menudo y flaco. Se acerca, sonríe y me abraza.
–Te quiero –me dice, mientras sus pequeñas manos se deslizan por mis piernas y sigue tocándome hasta que nos reímos.
–Me haces cosquillas, –le digo.
Sus ojos brillan. Me abraza por la espalda.
Desde ese día quise escapar, desaparecer. Éramos unos niños, yo tenía once, mi hermano apenas nueve. Desde ese momento quise escapar de esa vida. Pero supe que aunque lo intentara con mayor voluntad, nada podríamos detenernos.
Mi hermano me altera y me descompone. Cuando estamos juntos, me siento seguro, sin él, la angustia me consume. Me toma por sorpresa, y me hace cosquillas. Sus pequeñas manos siempre están húmedas. Nos reímos. Me contagia de algo, lo abrazo y lo cubro de besos. Sus mejillas arden. Él me provoca, me anima y luego huye, como si disfrutara viéndome acabado. Es hábil, aprende a engañar. Me siento en desventaja. Una y otra vez, caigo en sus juegos sin entender cómo hace para perturbarme.
Mariano se vuelve un hábito. Odio la fuerza del secreto que nos une. Por las noches sueño que nos besamos. Sofocado por la angustia, dependo de su necesidad. Mi hermano menor va metiéndose en mis pensamientos hasta que se vuelven pesadillas. En mis pesadillas, todo se confunde. Mi madre y mi hermano se ríen, cómplices me expulsan del círculo. Desconfío.
Despierto llorando. Algo extremo crece entre susurros y mi vida se desarma. Confundido por sensaciones que desconozco, actúo con cautela. Extraviado, pierdo el control. La ansiedad me enferma. Nos hacemos indispensables. Mojo mis labios con ansiedad. Vigilo a mi madre y, a la vez, tengo que estar siempre atento a las conductas de mi hermano. Aprendo a esconder el miedo cada vez que amenaza con ir a contárselo todo. Nos habituamos al encierro. Me acostumbro a tenerlo cerca. Insiste, me obliga y yo, obedezco como un criado más cada una de sus nuevas ocurrencias. Mi confusión crece. Cuando todos duermen, pienso en él y me toco.
Lo escucho correr por los pasillos. Lo veo entrar en mi pieza. Se mete en mi cama y me toca.
Su mirada es extraña. Sus ojos brillan como un gato endemoniado. Mi hermano menor tiene una energía que se multiplica. Me provoca con sus ganas, mi cuerpo reacciona y él lo sabe.
Nos deseamos. Nos movemos. Nos tocamos enteros.
Sin hacer demasiado alboroto, aprendemos a ocultarnos. Nos ponemos violentos. Aún me excita y tortura la fuerza de nuestro vínculo, a veces con ternura siento que el amor nos hizo cómplices de secretos inconfesables.
Con los años Mariano empieza a actuar en forma grosera, desinhibida. Mi hermano menor toma un camino del que no puedo hacerme responsable, sus costumbres son extravagantes, y se van volviendo más extremas hasta que los modales y el decoro abandonan nuestra casa. Nadie ve nada. Nadie sabe nada. Mi hermano se pasea desnudo, a veces hace gestos obscenos a las mucamas, otras las toma por sorpresa o llama a los perros para intimidarme. Nos aseguramos que nadie, ninguno de los empleados de la casa nos sorprenda, antes de perdemos en los enormes jardines. Los animales, contagiados con nuestros movimientos nos lamen, nos muerden, se nos montan.
Siempre inventamos nuevos escondites. Mi hermano menor me culpa de todo, amenaza siempre con contárselo a mi madre, y hasta me alivio cuando siento que soy el único responsable.
Eras el mayor. No debiste permitir que esto pasara, me lo repito en los peores momentos.
Durante mucho tiempo despierto agitado por las pesadillas. En ellas, mi hermano mira a mi madre de una forma que me inquieta; es como si estuvieran de acuerdo y en mi contra. Sus gestos me desconciertan.
En sueños muy nítidos veo a mi madre en la silla mecedora. Atrás. Adelante, el movimiento monótono es tan amenazante como las manillas de un reloj. Mi madre sobre la silla, una y otra vez el sonido oscila en ese vaivén. En mis pesadillas, mi madre juega a ser otra, y yo y mi hermano somos sus objetos. Mis sospechas crecen. Mi madre oculta evidencias para fortalecernos en el carácter. Siento que ella nos vigila. Imagino que tarde o temprano me odiará por esto, pero Josefina Salvatierra Riquelme no nos dejará salir de este encierro porque nada la complace más que vernos así, entre gritos y refregones.
Nos obligará a permanecer acá, atados aunque a veces nos peleemos, entonces interrumpe para proteger a su favorito. Al escuchar sus gritos, empiezo a llorar y solo entonces, me abraza y me besa.
–No sea tonto, –me dice. –Tienes que aprender a fortalecerte. Nunca olvides, todo esto lo hago por ustedes. No soporto que se peleen, menos maltratarse –nos dice.
–No somos como los demás –asegura convencida. Cuando yo no esté, solo se tendrán el uno al otro. Son hermanos, como tales, deben permanecer unidos.
Mi madre nos prohíbe las disputas. Aprendemos a no discutir ni a pelearnos por los juguetes, simulamos estar de acuerdo y hacemos de todo para consentirla. Su inestabilidad en el carácter anima mis sospechas. Confundido por los remordimientos hay noches en que la soledad, el vacío me sobrecogen.
Nadie creería que es mi hermano quien me lleva al extremo, hubo momentos en que sentí vergüenza por todo lo que sin siquiera inmutarse era capaz de hacerme. Evito contradecirlo porque su orgullo es feroz y puede dejar de hablarme durante días y cuando lo hace sé que a pesar de lo que haga seguirá evitándome. Luego, cuando se le antoja, me busca y volvemos a enredarnos. Mi debilidad lo favorece y sé que, tarde o temprano, todo recaerá sobre mí.
Siento que mi madre esconde algo que no alcanzo a descifrar. Verla sonreír es suficiente para saber que algo está ocultando. Descubro que en silencio nos observa. Nuestro vínculo es irrevocable. El amor se fortalece con las diferencias. A veces, me pregunto si no es acaso la única responsable es de que hacemos. Celebra a Mariano en cada una de sus ocurrencias.
Todo coincide, al cumplir trece años deja de fijarse en mí y todo su interés apunta a mi hermano menor, es su preferido y como tal disfrutará todas sus atenciones y caricias.
El consentido crece. Busco precisar mejor los detalles para entender los impulsos que en ese entonces dominaban mi aturdida cabeza. En algún punto de mis recuerdos, nuestro tiempo se congela. Éramos dos niños sin malas intenciones, ingenuos como los niños, pero distintos y extraños para el mundo. Asumo que lo nuestro es y seguirá siendo injustificable y que nada me librará de los miedos que me atormentaron desde los nueve años.
Acepto la extraña y dolorosa emoción que me provoca mi hermano menor, y que mi necesidad anida justo en el límite que nos compromete. Aún así, no pretendo justificar aquello que hice, y que juntos hacíamos, en el tiempo de los niños, pero el deseo agita mis días y enciende mi corazón. Luego, vendrán los peores años, mi hermano menor aprende rápido.
Jesús Andrés Madrigal Salvatierra
En Santiago de Chile
Del libro “Objetos del silencio, secretos de infancia” de Eugenia Prado