miércoles, 28 de noviembre de 2007

8 Carmen / fragmento

Me ha parecido excesiva y demasiado incómoda tu propuesta y de haberme tomado en serio el enorme compromiso, juro que jamás te habría dado esperanzas. Creo que has superado todo límite y hoy me siento definitivamente arrepentida. Reconozco que accedí a tu petición en forma irresponsable y no es momento de arrepentimientos, pero al menos deberás saber que hago un enorme esfuerzo.
Podrá parecerte insólito y bastante loco, pero juro que en este minuto estoy escribiendo en un pequeño papelito, encerrada en el baño, arrodillada sobre la tapa del excusado y que intentaré escribir tan rápido como me sea posible para salir ya de esta bochornosa situación
. ¿Imagínate lo encuentra uno de mis hijos en casa? Menos quisiera que lo leyera alguien en el trabajo. ¿Te imaginas las risas de mis compañeros? Porque a pesar de los años y de ser una mujer adulta, este secreto es algo que nunca antes compartí con nadie y es por lo que ahora ni sé cómo empezar. No es fácil. No te creas. Nada fácil revelar esto.
Aún se me pone la piel de gallina y me viene un leve cosquilleo en el estómago cuando me acuerdo de los años en que el Bony y yo jugábamos en el patio de mis vecinos, personas mayores, inquilinos de una familia adinerada, ambos trabajadores y muy honestos. El matrimonio tenía a su cargo la supervisión de grandes cantidades de planchas recién cortadas y que llegaban en enormes camiones a la hacienda. Las planchas eran cuidadosamente apiladas en forma de “castillos” y se quedaban al cuidado de ellos durante períodos largos.
Vivían justo al lado de nuestra casa, en una pequeña y aislada mediagua que había sido construida al fondo del enorme terreno, rodeada de árboles, maleza y muchos rincones donde esconderse.
El Bony era un cachorro negro de baja estatura, torso alargado y una minúscula cola. Un quiltro juguetón y travieso que no paraba de lamerlo todo.
Mis vecinos lo recogieron de la calle siendo cachorrito. Como buen quiltro que era, tenía bastantes malas costumbres, supongo que no tan relacionadas con la raza misma, sino que con sus hábitos callejeros.
Pero la pasábamos bien, era un animal divertido y que desde el principio hicimos muy buenas migas. Yo era bien chica. Debo haber tenido unos 3 ó 4 años.
Recuerdo a mi madre y a la vecina, sentadas cerca del fogón a leña tomando mate. Sucedía casi todas las tardes cuando se ponían a conversar podían estar tardes enteras.
Nada que hacer, decía don Pedro, el marido de la vecina. Ellas siempre tenían de qué hablar. Así es que él se paraba de la mesa y se encerraba toda la tarde en el dormitorio.
Entonces, aprovechábamos el Bony y yo de correr a nuestras anchas escondiéndonos entre los castillos de madera, perdidos al fondo del enorme terreno.
Fuimos creciendo juntos entre las risas y los jugueteos, nuestros cuerpos rodaban sobre la hierba. En días de lluvia con frecuencia nos escondíamos en el cobertizo y siempre terminábamos todos embarrados.
Con los años, el Bony y yo empezamos a entendernos. Estaba tan encariñado conmigo, que apenas me veía se me tiraba encima y sin hacer demasiados esfuerzos me botaba al suelo. Entonces no paraba de lamer y morderme con suavidad. Al principio a mí no me parecía nada de asqueroso, sino todo lo contrario, embriagada de placeres indescriptibles y de sensaciones provocadas por el animal, nos pasábamos horas jugando entre los matorrales.
Juro que traté de imponer mi humanidad por sobre el animal para que no me sobrepasara su fuerza, pero con un desenfado de perro increíble se me tiraba encima y casi sin darme cuenta, fue haciendo de las suyas.
El quiltro disfrutaba metiéndome el hocico por todas partes y yo me entregaba sin reparos, era tan inteligente, que empezaba a pasarse de listo.
El animal también se excitaba conmigo ¡No te creas!
No puedo negarlo. Las sensaciones de placer iban en aumento. Aprendemos nuevos juegos y mi excitación crece. No tengo idea. No entiendo lo que me sucede, el Bony despierta mis deseos, un apetito sexual enorme. No entiendo nada. Me atraviesan cosquillas exquisitas cuando me lame y muerde las orejas.
Un día empezó a menearse de una forma muy extraña. Nunca lo había visto frotarse con tanta insistencia sobre una de mis piernas.
De pronto algo resbaloso, extraño y mojado, de color intenso y asqueroso se asoma entre sus pelos. Casi me desmayo. Corro a esconderme en mi pieza. Me encierro en la casa. Busco excusas. No salgo a la calle en días.
Poco a poco aprendo más de los acoples y de su naturaleza canina. Sus mordiscos van haciéndose suaves, más lentos.
Corre. Me bota. Lame, como si buscara provocar mi excitación.
Recuerdo un día en que mi madre sale de compras y mis vecinos a la iglesia.

Vivíamos en un pequeño pueblo muy al sur y cuando mis padres tenían que ir a comprar cosas, tardaban horas, tanto que era como ir de un pueblo a otro.
Para no dejarme sola y con libertad de todo, mi madre cierra el portón con un enorme candado. Debo haber tenido unos 8 años. Ella no adivina nada. Ni siquiera lo imagina.
Recuerdo que lo único que quería era que se fueran todos. Para quedarme sola, aprovechando que los adultos no volverían hasta tarde.
Busqué una escalera y la puse frente al muro que separaba nuestros patios. Me sentía acalorada, inquieta, ansiosa. El quiltro al verme, se puso a ladrar tanto, que casi me devuelvo. Apenas consigo llegar a la maleza el animal salta sobre mí. Muerde mis piernas, lame mis orejas, con su lengua áspera y resbalosa. Me siento repleta de su baba. Moja mi nariz completamente y también mis labios. Mete su hocico en mis orejas. Me atrapa una sensación desconocida, una fuerza increíble. Aún puedo sentirla cuando me acuerdo. Mi corazón agitado late, mis mejillas están ardiendo y mi cuerpo entero tiembla. Empiezo a apretarlo.
Una idea loca atraviesa mi mente. En ese momento quiero ser como el Bony, igual a él. El quiltro suavemente baja la cabeza y empieza a lamer como si buscara mi placer, huele, gime, gruñe.
No quiero que el animal se detenga por nada del mundo y empiezo a moverme, soy yo misma, debo reconocer, sin la menor vergüenza, quien lo aprieta violentamente entre las piernas. Sin temor a sus mordiscos, a sus garras, sin temor a nada, quiero más, mucho más ese placer. Mi ropa interior está mojada, fría y resbalosa. En ese momento, el Bony mete su hocico justo ahí y agitado me succiona, humedece y moja mi sexo. No puedo aguantar más.
¡Te lo juro! Me saqué el calzón, abrí las piernas completamente y me entregué al famoso quiltro en cuerpo y alma.
El animal sigue lamiendo, entre jadeos gime. Las corrientes vuelven, se apaciguan, una y otra vez. Allí mi primer orgasmo, el quiltro no para de lamer. Me muevo fuera de control entre las corrientes eléctricas y deliciosas, tengo mi primer orgasmo.
Desde ese día, mi cuerpo premeditadamente crece y aprendo a tener los mejores orgasmos que hasta ahora recuerde.
Sabía que no habría nadie y que los adultos no volverían pronto. Sabía que algo no andaba bien. Pero quería hacerlo, quería descubrir eso a lo que ya me anticipaba. De ahí en adelante, la cosa se puso cada vez más intensa. Aprendimos los acoples y la situación se repitió durante bastante tiempo. Como era de suponer, a medida que fui creciendo fueron aflorando los sentimientos de culpa y todos mis remordimientos.
Diría que aún hoy, esto tan celosamente guardado se ha convertido en uno de mis mayores temores y juro que en todos estos años, jamás me he atrevido a contárselo a nadie. La sola idea de que alguien descubriera mi secreto me aterrorizaba. Sabía que los grandes jamás lo entenderían.
Menos mal que el perro no podía hablar.
Hubo veces en que el quiltro se movía delante de todos en una actitud bastante sospechosa, entonces, se apoderaba de mí el horror. Nunca nadie se enteró de nada. Habitualmente los domingos, los vecinos y mi mamá se iban a la iglesia y yo me quedaba en la casa del lado. Jugábamos intensamente hasta que los adultos regresaban.
Un día mi mamá me había regalado un vestido bien bonito y quedó tan embarrado el pobre, que casi no me atreví a mirarla después.
—Se ven tan felices —dice la vecina.
Y mi mamá asentía sonriendo.
—El problema es que queda toda embarrada, —dice mi madre suspirando.
—Vea usted ese vestido que lleva puesto, lo terminé y ya está inmundo. —Mi madre sonríe complacida. —No me queda más que refregarlo quién sabe cuánto.
—Lo importante señora Teresa es que su niña esté feliz, —dice la vecina. —Han hecho tan buenas migas.
—Se ve que usted sabe —responde mi madre entre suspiros lo que cuesta criar una hija única.
—Menos mal que los míos ya crecieron, —dice ella.
Ambas sonríen.
—Y menos mal que a mí no me obligaban a ir a la iglesia, —pensaba yo. Entonces esperaba días enteros, por aquellos momentos en que aprovechándome de la ausencia de los adultos me pasaba a la casa del lado para que el animal se me tirara encima. Así entre los castillos de madera y las viejas tablas, dejaba que hiciera lo que quisiera conmigo. El quiltro era bien hediondo, y a veces hasta asco me daba, pero las sensaciones que me provocaba eran más fuertes que eso y se volvía a repetir la escena, una y otra vez.
Un mal día el quiltro enfermó gravemente y ese mismo día se murió. Fue terrible. Estuve días llorando sin consuelo.
Mi mamá me ofreció tener otro perro, uno para mí sola, pero me opuse terminantemente. No quería tener otra mascota por nada de este mundo.
Ella no sospechó nada y mis vecinos siguieron tan tranquilos como siempre. Pero eso no es todo, y vaya que los secretos tienen sus consecuencias. No puedo negar que a raíz de lo mismo, fueron apareciendo sensaciones cada vez más descabelladas. Me excitaba con los perros cuando perseguían a las perras en celo, de inmediato me venía la imagen del Bony y de sus lamidos exquisitos.
Podrás imaginar lo complicado de la situación.
De adulta, escuché algunas de historias de mujeres que llegaban a las urgencias de los hospitales con perros pegados, cuando pensaba en eso, me sentía terrible. La sola idea de pasar por algo así me llenaba de pánico. Pero, después de todo, sobre el tema no es mucho lo que se comenta. ¿Qué está dentro de lo normal o de lo anormal? ¿Qué estaría dentro de los parámetros permitidos y qué no? Nadie sabe.
Lo que sí me queda claro, es que todo el mundo en algún momento de la infancia ha tenido secretos cautelosamente guardados.

sábado, 24 de noviembre de 2007

jueves, 8 de noviembre de 2007

Objetos del silencio por Dauno Tótoro

Quizás la sentencia que marca y engloba el texto de Objetos del silencio sea aquella que dice que “los niños no son ángeles, ni seres asexuados, sino pequeños cuerpos habitados por una mente, una lengua. Nacen allí sobre la tierra marcada por el sexo, bajo las insidiosas miradas de sospecha de los adultos”.

Poncean los Pokemones y se frotan, ávidos, en los rincones más apartados del living de la casa de la amiga, en parques, baños y patios escolares; besos a diestra y siniestra, lengüetazos, salivazos, chupones, succiones, mamadas al ritmo del perreo y el regatón.

Parlamentarios desazonados, desesperados, aterrados, alienados, proponen en el Congreso rebajar la edad para votar a los 14 años. “Los pokemones salvarán a la concertación”, aseguran los diputados promotores. La tontera, la política convertida en moda, Gokú al poder.

Mientras tanto, la otra se lo chupa al otro en el banco de la plaza, como antes hiciera su madre y antes su abuela, tampoco es algo nuevo, no nos hagamos los giles. Los pokemones tienen celulares, van de las cámaras al youtube; los secretos de infancia se desclasifican; la CIA es pacata; el FBI vale hongo. ¿Recuerdan aquello de que los secretos de infancia se guardaban bajo siete llaves en la memoria, hasta que las llaves perdidas diluían el secreto en las marismas del falso recuerdo y de la fantasía; y que otros y otras más archiveros, con tinta rosa, con tinta violeta, anotaban sus secretos en diarios de vida con candado que se abría con un simple clip?

Eugenia Prado, sin clip, sin celular, lengua-pluma viperina, desarchiva de la memoria lúgubre las andanzas en alcobas, tinas, patios, zaguanes, con desparpajo, con poesía. Abiertos, expuestos, palpitantes, los secretos de infancia se nos presentan tan comunes, tan propios; el dejá vu nos invade. Lorena, Benjamín, Adriana, Manuel, Ana, Javier, La Catita, Carmen, José, Laura, el Hermano menor, el hermano mayor, criaturas de un Dios ciego, sordo y mudo, todas y todos, y por sobre las cabezas y pegadita a las entrepiernas: la madre, siempre la madre.

Con pluma esquizofrénica, Eugenia se transforma en el otro con aterradora consistencia. Se inmiscuye, delata, reduce a escombros el silencio. Todas las voces, una a una, en un desfile de intimidad culposa, resultan convincentes, únicas; la personalidad múltiple de la autora se hace cargo del malabarismo literario.

Hablantes adultos con lenguas de niños; historias relegadas a recónditos rincones de la memoria que, al ser rescatados por Eugenia, hacen florecer nuevamente las hablas infantiles. Regresiones, multiplicación de horrores en forma de pasiones y pulsiones.

La ausencia y la soledad campean en los Objetos del Silencio, de la mano de la pasión y del reconocimiento a la existencia del cuerpo, de la culpa y del deseo, que no es privilegio de nadie en particular. Calzones y calzoncillos mojados en casas de piso de tierra y en las de cerámica italiana; manos nudosas de viejos con overol y de viejos enchaquetados, frotando por igual. Ojos que no ven…

Culpa y deseo, confesión y secreto.

Habla Lorena cuando habla Eugenia:
— Seis años y ya eras una pervertidilla…
— Deseante me parece mejor. No sé por qué te cuento todo esto… Jamás me sentí en peligro, todo lo contrario. Las primeras veces, cuando nos quedábamos solos, cuando no estaban los grandes en la casa, me quedaba horas al lado del viejo, pegada a él… recuerdo su miedo, su angustia.


Habla Benjamín cuando habla Eugenia:
— Me sentía enfermo, como afiebrado… “Tócame”, dijo. Yo, sin saber qué hacer, puse torpemente mi mano bajo su ombligo. Ella tomó mi mano y la deslizó hacia abajo… Otra vez sentí ese calor. Esa noche nos abrazamos y hasta nos dimos besos en la boca…. Y puede que mi mamá haya sospechado algo, pero nunca dijo nada.

Habla Adriana cuando habla Eugenia:
— Se quedó viéndome como un pájaro extraviado. Mis pechos estaban crecidos pero pequeños, ella los frotó suavemente, sus manos estaban muy frías, sentía la piel ardiendo… Mi hermana empezó a sospechar. Con frecuencia aparecía en la habitación de mi nana y empezamos a tener problemas…

Habla Manuel cuando habla Eugenia:
— Mi padre me condenó a sentir placer y me condenó al silencio. Me enseñó a ser precavido y por sobre todo a jamás comentar nuestros juegos a los demás. No tenía alternativa… Y ahora me pregunto ¿qué importa? Si al final da lo mismo. En todas partes suceden cosas así. Nadie habla de ello, pero es muy normal, la mayor parte de las veces son situaciones que no pueden evitarse.

Habla Javier cuando habla Eugenia:
—Me doy cuenta de sus intenciones. Miedo, placer, excitación, todo mezclándose, también las ganas de que no se detenga… La culpa es tan intensa que atenúa mis instintos. Puedo imaginar al tipo frente a un niño inocente. Mi short rojo haciendo juego con el helado y mis labios teñidos por los colorantes.

Habla La Catita cuando habla Eugenia:
— Me acerqué bien despacio asomándome por una ventana. El chiquillo estaba muerto de risa y ella la muy fodonga se levantó el vestido mostrándole sus cuadros. Entonces el cabro chico viene y se los baja, y ella lo ayuda y se vuelve a levantar el vestido y se queda toda peladita y el chiquillo la toma por la cintura y empieza a darle besitos en la guatita y en el ombligo… y ahí sí que no aguanté más y abro la puerta de golpe. ¡¿Qué se creen que están haciendo?!

Habla Carmen cuando habla Eugenia:
— Busqué una escalera y la puse frente al muro que separaba nuestros patios. El quiltro, al verme, salta sobre mí. En ese momento quiero ser como el Bony, igual a él, no quiero que el animal se detenga por nada del mundo, soy yo misma quien lo aprieta violentamente entre las piernas.


Y siguen así, uno tras otro, los relatos de adultos con lenguas de niños y el siseo de la madre serpiente. Hay, en el libro de Eugenia, una puerta abierta a los sentidos y sentimientos más contradictorios, pero subyace, también, el sino de la ausencia y del abandono, la fría máscara de lo perverso.

En su epílogo y apéndice, los Objetos del Silencio tocan la hebra central, deshaciendo la madeja de la culpa, la vigilancia interrumpida y el castigo como método. “La suspicacia producida por los sucesivos ocultamientos”, escribe Eugenia, “somete el asunto a una penumbra, donde se enseña a los niños a ser cautelosos, poniendo en riesgo su propio desarrollo y evolución. La fuerza determinante de la sexualidad infantil en el mundo adulto aparece en ocasiones en una criminología que estalla, como lugar recargado de tensiones donde se cruzan el lenguaje, la política, las economías y que pareciera estar relacionada con el amplio mercado de las intensidades y la simultaneidad del sexo”.

Podría agregar que el castigo que normaliza, cuando no se basa en entendimiento, conduce, invariablemente a la esfera siquiátrica y a la crónica roja.

Para Foucault, el arte de castigar, en el régimen del poder disciplinario, no tiende ni a la expiación ni aun exactamente a la represión. Utiliza estas tácticas: referir los actos, establecer comparaciones, diferenciar a los individuos, definir que es lo anormal y que lo normal. La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias, compara, diferencia, jerarquiza, homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza.

Cinco son, entonces, los principios sobre los que se asienta el poder de castigar:
• Regla de la cantidad mínima: ‘Para que el castigo produzca el efecto que se debe esperar de él basta que el daño que causa exceda el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen’
• Regla de la idealidad suficiente. ‘el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación’ ya que el recuerdo del dolor debe evitar que vuelva a delinquir.
• Regla de los efectos (co)laterales: la pena debe incidir no sólo en el delincuente sino también y sobre todo en las demás personas con el objetivo de evitar su deseo de realizar un delito.
• Regla de la certidumbre absoluta: ‘Es preciso que a la idea de cada delito y de las ventajas que de él se esperan, vaya asociada la idea de un castigo determinado con los inconvenientes precisos que de él resultan’.
• Regla de la verdad común: Poner en evidencia que el castigado es culpable.
Nada es más material, más corporal que el ejercicio de poder.

Cuerpos rotos, almas en fuga, que a su vez rompen otros cuerpos, poniendo en fuga otras almas. Crónica roja, pan de cada día.

Un disparo descerrajado en plena frente mientras ella duerme. La almohada se empapa de sangre negra, espesa, callada; salpica la imagen de la virgen piadosa que pende sobre el velador.

Cuando me tocas, siento que me muero. La pequeña muerte.

Siete cuchilladas certeras rebanan corazón, hígado, páncreas, duodeno, tiroides, vesícula, mama. El pulmón se desinfla como globo pinchado en fiesta colegial.

Martillo pesado, metal frío que trepana sin arte el lóbulo parietal. Ella cae a los pies de él, que no siente el alivio esperado.

Él la ata por el cuello al tronco del árbol raquítico, la rocía con parafina, está cara la parafina, masculla. Empapa el vestido floreado, inmune a los gritos ahogados que imploran, a la mirada de perrita asustada. Lanza el fósforo encendido, sin más.

“Y si vuelvo a nacer, yo la vuelvo a matar… Padre, no me arrepiento, ni me da miedo la eternidad… Yo sé que allá en el cielo el Ser Supremo nos juzgará”.

Es la misma pala, aquella que en trayectoria horizontal homicida cercenó yugular, fracturó tráquea; es la misma pala con que ahora cava en el patio trasero, el pequeño patio del lavadero en que ella no volverá a fregar y despercudir los cuellos de las camisas blancas de él.

No es aconsejable la situación de la dama, pero quién soy yo para dar consejos.

Tres, cinco, siete, ocho cuerpecitos rotos se apilan en el socavón calcinado. La colección crece, el hambre no se sacia. Él vuelve a recorrer tristemente erecto las callejuelas más que pobres y ve a la otra ella, la número nueve, mi número de la suerte, piensa. Venga con papi.

Nadie quiere a nadie, se acabó el querer. El deseo lo es todo. Eugenia ha abierto una puerta sellada a fuego; vaya a saber uno qué cosas horrorosas, excitantes, saldrán de ahí. Primera medida para el curioso: atisbar más allá del umbral, asomándose a las páginas abiertas y palpitantes de estos Objetos del Silencio.

miércoles, 7 de noviembre de 2007



LANZAMIENTO
Martes 6 de noviembre
en el UVA, 20:00 hrs.

Marisol Vera, Directora de Editorial Cuarto Propio,
tiene el agrado de invitar a Ud. a la presentación
del libro Objetos del silencio de Eugenia Prado.


Presentarán la obra los escritores
Malú Urriola, Diego Ramírez y Dauno Tótoro.
Acompaña la lectura un Videoarte de Carolina Tironi.

El evento tendrá lugar el día martes 6 de noviembre,
a las 20:00 hrs. en el Restoart Uva, “unión vino y arte”,
Av. Irarrázaval 3467, Ñuñoa, (al lado del Café de la Isla)
Fono: (56) 2 274 3287 / E-Mail: info@vala.cl